El Mostrador | Pac-Man, 45 años en el laberinto
El director de Diseño de Juegos Digitales de UNAB, sede Concepción, Pablo Ortuzar, aborda este ícono de los videojuegos creado en Japón hace 45 años.
Con apenas unas líneas y unos píxeles, Pac-Man inauguró hace 45 años en Tokio no solo una forma de jugar, sino una manera distinta de pensar el diseño y la cultura digital.
En 1980, Toru Iwatani no pensaba en cambiar el mundo.
Trabajaba para Namco y observaba, como tantos otros, que los Arcades o Arcadias como se conoce en nuestro país, estaban saturados de juegos inspirados en fantasías de poder: Combates espaciales, guerra, violencia cómica.
Su idea era contraria a lo que proponía el mercado: un juego no agresivo, intuitivo, con un ritmo frenético.
Un personaje que no mata, sino que escapa y sobrevive.
Su inspiración visual—la pizza a la que le falta una porción— es conocida, pero lo verdaderamente revelador es cómo tradujo esa imagen trivial en un sistema de juegos que, con el tiempo, se convirtió en un icono de los videojuegos.
Pac Man: su evolución
Lo más notable de Pac-Man no es su estética ni su música ni siquiera su innegable capacidad de generar ingresos —aunque durante años fue la máquina arcade más rentable de la historia, superando incluso a Space Invaders—.
Lo notable es su estructura. Cada fantasma, lejos de moverse aleatoriamente, tiene un patrón.
Blinky persigue, Pinky anticipa, Inky complica y Clyde desconcierta.
La IA, primitiva pero funcional, obliga al jugador a pensar espacialmente, a predecir y a reaccionar, a ejecutar movimientos casi coreográficos en un espacio fijo.
El laberinto es el mismo, pero cada partida es distinta.
A diferencia de muchos títulos actuales, que apuestan por mundos abiertos y narrativas ramificadas, Pac-Man ofrece un encierro perfecto.
Su universo es cerrado y repetitivo, pero nunca aburrido. No hay progreso en el sentido clásico, no hay experiencia acumulada ni habilidades desbloqueables.
El juego no premia el tiempo invertido, sino la comprensión de un sistema.